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En la era de la globalización, hablar de viajes en avión puede parecer casi tan común como tomar el autobús. Las imágenes de personas en aeropuertos, con pasaportes en mano, atravesando terminales o compartiendo fotos desde el cielo, dan la sensación de que volar se ha vuelto parte de la vida cotidiana de la mayoría. Sin embargo, un dato impactante desmiente esta idea con fuerza: alrededor del 80% de la población mundial jamás ha volado. Es decir, solo dos de cada diez personas han subido alguna vez a un avión en toda su vida. Esta realidad pone en evidencia una profunda desigualdad en el acceso a una de las formas más modernas de transporte.

Aunque los vuelos comerciales han aumentado drásticamente en las últimas décadas, beneficiando especialmente a las economías desarrolladas, esta expansión no ha sido ni uniforme ni verdaderamente inclusiva. La aviación sigue siendo un símbolo de movilidad global para algunos, pero para la gran mayoría de la humanidad sigue siendo un mundo inaccesible, lejano, y muchas veces incluso irrelevante. Mientras una minoría viaja por turismo, negocios o estudios, miles de millones de personas viven sin siquiera considerar la posibilidad de volar como una opción real en sus vidas.

Uno de los principales factores que explican esta desigualdad es, sin duda, el económico. Aunque existen aerolíneas de bajo costo y ofertas promocionales en algunos países, los precios de los boletos siguen siendo prohibitivos para amplias franjas de la población mundial. En muchas regiones, un solo vuelo puede equivaler al ingreso de varios meses, e incluso en contextos donde hay algo más de estabilidad económica, volar sigue siendo percibido como un lujo. Es una actividad asociada con el estatus, con el privilegio, con la capacidad de consumir más allá de lo estrictamente necesario.

Pero el dinero no es el único obstáculo. Hay barreras geográficas y estructurales que impiden el acceso a la aviación. Muchas personas viven en zonas rurales, alejadas de los grandes centros urbanos donde se ubican los aeropuertos. Las malas conexiones viales, la falta de transporte público y las distancias enormes entre comunidades y ciudades hacen que llegar a un aeropuerto sea en sí mismo una odisea. En varios países del África subsahariana, por ejemplo, las rutas aéreas nacionales son escasas, caras y muchas veces irregulares. En América Latina, las redes de vuelos internos son costosas, y en Asia, aunque hay avances, aún existen regiones completamente desconectadas de la red aérea internacional.

También existen razones sociales y culturales que explican por qué tantas personas nunca han viajado en avión. Para algunos, simplemente no hay necesidad. Nunca han tenido que desplazarse grandes distancias, o no tienen familiares o actividades que los lleven fuera de su entorno inmediato. Para otros, volar representa algo desconocido, extraño o incluso intimidante. El miedo a los aviones, los trámites burocráticos, las restricciones migratorias y la percepción de que es un espacio ajeno o inalcanzable contribuyen a mantener a millones de personas con los pies en la tierra.

Otro punto clave para entender la magnitud de este fenómeno es el impacto ambiental. A pesar de que solo el 20% de la humanidad utiliza el transporte aéreo, la aviación es responsable de cerca del 2.5% de las emisiones globales de carbono. Esto implica que una pequeña fracción de la población mundial está generando una huella ecológica considerable, mientras que la mayoría no participa en absoluto de ese consumo energético. Los llamados "superviajeros", personas que vuelan decenas de veces al año, multiplican esa desigualdad climática, ya que sus emisiones individuales superan por mucho el promedio global.

Este dato debería provocar una reflexión seria sobre el modelo de movilidad que estamos construyendo. Por un lado, se promueve el acceso masivo al turismo y al transporte aéreo como sinónimo de progreso, desarrollo y libertad. Por otro, nos enfrentamos a un planeta en crisis climática que no puede sostener el crecimiento infinito del tráfico aéreo sin consecuencias ambientales graves. En este dilema, es necesario repensar no solo la tecnología utilizada en la aviación —como la inversión en combustibles sostenibles, aviones eléctricos o nuevas formas de eficiencia energética— sino también los patrones de consumo, las políticas públicas y la forma en que se distribuyen las oportunidades para viajar.

Es legítimo preguntarse si el objetivo debe ser que todos puedan volar, o si, por el contrario, deberíamos reducir los vuelos globales para evitar el colapso climático. Ambas posiciones generan debates intensos. Algunos sectores plantean la necesidad de “democratizar los cielos” con vuelos más asequibles, subsidios para poblaciones vulnerables y aeropuertos en zonas remotas. Otros defienden una postura más radical: limitar el número de vuelos por persona, imponer impuestos a los viajes frecuentes y frenar el crecimiento del transporte aéreo como forma de proteger al planeta. Ambas visiones tienen argumentos sólidos, pero también implican decisiones políticas complejas y profundas tensiones éticas.

La cifra del 80% no es solo un dato curioso: es una radiografía del mundo en que vivimos. Habla de desigualdad, de barreras invisibles, de realidades múltiples que coexisten sin encontrarse. Nos obliga a dejar de pensar en el avión como una herramienta universal y a entenderlo como lo que realmente es: un recurso aún restringido, concentrado en manos de una minoría global. Mientras algunos conocen aeropuertos mejor que sus propias ciudades, otros ni siquiera han visto uno de cerca. Esta disparidad es un recordatorio poderoso de que la movilidad, como tantas otras cosas, no está distribuida de manera justa.

En última instancia, lo que está en juego no es solo quién puede volar, sino qué tipo de mundo queremos construir: uno en el que todos tengan derecho a moverse libremente, o uno en el que el privilegio de unos pocos se mantenga a costa de la mayoría. Mirar al cielo, para muchos, sigue siendo una experiencia de admiración y deseo. Pero para cambiar esa realidad, hay que mirar primero hacia la tierra, hacia las condiciones de vida, las oportunidades y los derechos básicos que aún no alcanzan a todos por igual.